La cenicienta que no quería comer perdices |
Me gustaría compartir aquí las consideraciones y dudas que me surigieron a raíz de la lectura del artículo de Consol Aguilar "Género y formación de identidades".
En primer lugar, si partimos de la definición de género de Carlos
Lomas y Amparo Tusón como construcción cultural, creo que encontramos en ella un
pequeño resquicio para la esperanza. En las últimas décadas la mujer occidental
ha ido alcanzado pequeñas metas que la han ido alejando de la representación
tradicional de su identidad. Si bien es cierto que todavía queda mucho camino
por recorrer, también lo es que ya no estamos en la línea de salida, sino a
medio camino de alcanzar la meta final. Esos pequeños logros han ido
resquebrajando el material con el que la cultura había construido el género
femenino, y por esas grietas se ha ido colando nuevos componentes para redefinir
la condición social de la mujer.
Y en esa nueva definición del género femenino, que
supone asimismo una redefinición del masculino, puede tener una función
fundamental la literatura infantil y juvenil. Para ello, creo que la última de
las formas de intervención en la producción y transmisión de los cuentos, que
apunta Teresa Colomer, puede resulta muy útil. De esta forma, la reutilización o
reinvención de los motivos folklóricos, de acuerdo con los valores de nuestro
tiempo, pueden producir cuentos que contribuyan a la revisión de la identidad de
cada género.
Por otro lado, una nueva lectura de los cuentos
tradicionales también puede contribuir al cambio de referentes culturales, ya
que las primeras versiones de estos cuentos, antes de que fueran despojados
de su crudeza original y los personajes femeninos fueran almibarados, ofrecen
personajes femeninos más activos, protagonistas de una aventura vital como
proceso de autodescubrimiento (quizá me estoy dejando llevar aquí por la
interpretación psiconalítica de Bruno Bettelheim de cuentos como Cenicienta o
Blancanieves).
Llegados a este punto, quería hacer una
reflexión respecto a los problemas de los modelos sociales que refleja la
literatura infantil y juvenil, que Teresa Colomer expone y recoge Consol Aguilar
en su artículo. Es un hecho que la tradición
literaria, que asocia determinados valores a lo masculino y a lo femenino, sigue
pesando en los libros para niños y niñas. También lo es que la literatura no se
puede alejar totalmente de la realidad social que rodea a sus lectores, y que la
sociedad de consumo que produce, da a conocer, distribuye y vende los libros, es
sexista. Sin embargo, creo que contamos con un arma para contrarrestar esa
influencia: el mediador. El padre, el profesor, el animador cultural tendría que
saber reconocer los modelos convencionales que se esconden debajo de las
diferentes versiones de los cuentos tradicionales, de los clásicos o de los
libros más nuevos para ponerlos en crisis. Mediante la reflexión y
reinterpretación compartida entre el mediador y el lector, de esos modelos, el
niño puede llegar a formarse una lectura crítica de los mismos. Con el tiempo,
el lector tendrá las herramientas para hacer su propia lectura crítica. De
todas formas, considero que la literatura, como cualquier manifestación
cultural, ha de estar un poco más avanzada que la sociedad, para que esta se
alimente de sus valores y evolucione sobre las bases que el ofrece la cultura.
Por último, encuentro otro motivo de esperanza en el
hecho de que desde los años 70 hayan proliferado los libros y las colecciones
donde se ofrecen nuevos modelos de hombres y mujeres que contravienen los
patrones convencionales. Así, en los último cuarenta años se ha ido forjando una
tradición literaria donde encontramos padres divorciados, familias
monoparentales, mujeres trabajadoras de todas las clases sociales, y príncipes,
que en lugar de buscar princesas, buscan a su príncipe azul. ¿Esto no es señal
de que algo está cambiando? Como señalé al principio, es un proceso lento, y a
lo mejor nos cuesta otros cuarenta años recorrer un nuevo trecho, pero lo
importante es no quedarse al borde del camino.
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